martes, julio 25, 2006

Nieve roja

Noche. Día 1

Varios gritos de horror, angustia y agonía despertaron a Kayev. Saltó del camastro como un resorte. Estaba empapado de sudor hasta el punto de que la humedad en su velludo pecho brillaba al reflejo de la bombilla. Los otros tres componentes del estrecho habitáculo ya estaban incorporándose, sorprendidos. Los marineros cogieron sus invernales camisetas de rayas azules y blancas y sus anoraks forrados. Se vistieron mientras corrían hacia la procedencia de los alaridos.
de pronto, éstos cesaron. Ahora el único ruido era el de las pesadas botas, las maldiciones y los golpes entre las estrechas paredes de otros marineros que salían de sus camarotes o que se dirigían al lugar de donde provenían las angustiadas súplicas, hacia la popa del navío. Kayev era muy ágil. Se desenvolvía bien en los estrechos pasillos. Fue el primero en llegar. Se detuvo antes de entrar en el Camarote. Una luz parpadeante asomaba por la puerta. El suelo y las paredes de la entrada estaban salpicados de sangre. Otros marineros se agolpaban detrás suyo, intentando ver. Asió una tubería oxidada y la terminó de arrancar. Se acercó cautelosamente esgrimiendo aquella improvisada arma. Asomó lentamente su cabeza. Una bombilla parpadeaba, pendulando en la estrecha estancia, con una luz muy tenue. Se atrevió a dar un paso adentro. Entonces los vio. Kayev supo en lo más profundo de su alma que ya no volvería jamás la cordura perdida en ese instante. El olor a carne y sangre fresca entró en sus pulmones como un cuchillo afilado. Vomitó. Dejó caer la tubería de hierro y tambaleando salió de aquel matadero, apoyando su cuerpo en el pasillo exterior. El resto de marineros chocaron entre sí por entrar. Algunos vomitaron, otros profirieron exclamaciones. Pero todos estaban absolutamente lívidos. Kayev, recostado en el pasillo, percibió un ligero rastro de sangre. Pisadas, pensó. Iban en dirección contraria por la que había venido él, subiendo una pequeña escala que daba a la puerta de acceso a la cubierta de popa. La puerta se abrió, apareciendo el capitán Rossojaev (un curtido lobo de mar, con una barba tan blanca como ancha su cintura) acompañado de un joven oficial de Marina (Rustinov, enrolado en el Ejército Rojo hace poco, como la mayoría) y dos infantes de marina, armados con fusiles. Ante la pregunta de Rossojaev, Kayev se limitó a señalar el interior de la estancia. Los cuatro recién llegados entraron. El joven Rustinov salió arrojando la cena de la noche anterior. El capitán preguntó por el médico, dando órdenes a varios marineros para localizarlo. Acto seguido salió por donde había venido. Kayev acertó a oir que murmuraba algo como demonios, demonios del mar.

Primavera de 1942. Este invierno pasado los alemanes casi toman Moscú. La resolución de Stalin a no rendirse, los sacrificios en reservas humanas, y, sobretodo el invierno, hicieron retroceder al Ejército Nazi, provocándole unas pérdidas materiales y humanas cuantiosas e irrecuperables. Pero ahora empezaba el deshielo y la nueva ofensiva germana se preparaba. Era una guerra total, donde se explotan los máximos recursos. Porque el que pierda desaparecerá del mapa. El Voronezh es un rompehielos y carguero al mismo tiempo. Sus bodegas están llenas de carbón siberiano con destino al frente europeo, navegando por el Océano Ártico, bordeando la costa norte soviética. Normalmente se emplean auténticos convoyes, con los cargueros precedidos por los rompehielos. El Voronezh suele formar parte de ellos, pero en esta ocasión lleva unas jornadas de adelanto. Así, de paso, traza un camino en aquellas placas de hielo especialmente gruesas y resistentes. Este carguero tan peculiar es casi tan viejo como su capitán, Rossojaev, y tiene tantas muescas en el casco como este en su pipa. Su tripulación son 39 hombres (36 marineros entre caldereros, maquinistas, cocineros, etc, 2 ayudantes de abordo y 1 médico) más su capitán. Debido a la importancia de su carga para la guerra, también viajan a bordo varios militares. El Teniente Rustinov y 4 infantes de marina. Ahora se encuentran a unas 200 millas de la isla Vailach, y a cientos de kilómetros de Murmansk, puerto de destino. No hay nadie que emita sonidos humanos en días a la redonda. Están absolutamente solos.

Noche. Día 2
El camarote del capitán no era demasiado grande, aunque sí mucho más que los otros, donde se apretaban dos literas y un armario. Esta estancia, sin embargo, r5epresentaba todo un privilegio procedente de épocas zaristas, con espacio para una mesa, un mueble-estudio y un camastro. El olor a tabaco de pipa impregnaba el ambiente.
Tres hombres se sentaban alrededor de la mesa. El capitán, con su inseparable pipa, ocupaba buena parte de la mesa, grueso y barbudo. Un médico, con barba recortada y cuidada, bastante delgado y enjuto. Debía tener la misma edad del capitán, una tardía madurez. El más joven, bien afeitado, rubio y de ojos azules, uniformado y con galones, rompió el silencio.
-¿Puede repetir eso, doctor Vassili? –Rustinov reflejaba una palidez cadavérica. El médico se ajustó las finas lentes sobre el puente de su nariz. Miró fijamente al joven oficial y exhaló.
-Es bien sencillo. Saber de qué han muerto, quiero decir. Desgarros masivos. Cada uno de los cuatro marineros muertos muestra las mismas heridas, aunque de una manera distinta. ¿Quieren detalles?
-Sí, por favor –Rossojaev suplicó la respuesta, bebiendo de un trago el contenido de un vaso grande. Asió la botella de vodka y llenó de nuevo el vaso.
-Bien. Moschi Vaninov. Marinero. Un profundo desgarro en la caja torácica. El corazón está destrozado por completo. Las costillas están rotas y astilladas. Supongo que el arma debió ser algo parecido a una garra, si es que acaso no fue una garra. La “incisión” es totalmente recta. Supongo que el desgraciado estaba todavía durmiendo, ya que tenía los ojos cerrados. Quizás fue lo mejor. Estoy seguro que ni se enteró.
-¿Una garra? Pero ¿... cómo es posible? –preguntó Rustinov. El doctor le miró de nuevo.
-El desgarro muestra claramente marcas de zarpas, como las de un animal.
-¿Qué animal pudo hacer eso?
-¿Por esta zona? Solo hay focas, morsas... –Vassili torció su gesto con una mueca irónica-. Bueno, y osos polares. Pero no me explico cómo pudo llegar hasta al camarote. De todas maneras, no creo que fuera un oso blanco. Además, el agresor no dejó ni rastro.
-El marinero Kayev me comentó que vio marcas de pisadas en el suelo que se dirigían hacia la cubierta de popa. Sangre –intervino el capitán, rellenando de nuevo su vaso.
-Por favor, para ya. Eso va a destrozarte el hígado. ¡Llevas toda la mañana bebiendo!–advirtió el médico.
-No te preocupes. –el capitán apuró la botella y se levantó para coger otra de una caja que escondía debajo de su camastro. Vassili sopló-. Bien. Si hubo marcas ya no las hay. Demasiada gente en la zona. Cuando llegué había pisadas por todos lados. Si había alguna prueba que nos ayudara a identificar al supuesto animal desde luego quedaron alteradas o borradas –respondió el doctor.
-De todas maneras, mi viejo amigo, tú has escuchado las viejas historias de nuestros abuelos –al capitán le temblaba la voz-. ¿Quieren otra copa? –ante la negativa de los otros dos se sirvió solo-. Me lo traen de Kharkov. Ah, es divino.
-Pero sabes que son solo cuentos para asustar a los niños. Por amor de.... Lenin –el médico miró de soslayo al militar-, no me vengas con eso ahora.
-¿Cuentos de niños? Eso lo dirás tú –otra copa-.
-Pero ¿ se puede saber de qué hablan? –intervino Rustinov, con curiosidad. El capitán miró al doctor, sin hacerle caso.
-¡Ya lo decía mi abuelo! Pero tú, engreído matasanos, solo crees en los libros –el capitán palidecía, ya fuera por el temor o por el alcohol.
-Por favor. Me encargo de la seguridad de la carga y de la tripulación. Tengo que saber todo lo posible para actuar en consecuencia –rogó Rustinov.
El orondo capitán se encendió de nuevo la pipa. Dio unas cuantas chupadas fuertes, saboreando el tabaco, entre tragos largos de vodka. Se levantó a por otra botella, tambaleándose peligrosamente.
-Rosso, vete a dormir –el médico le miraba a él y a sus botellas, con expresión dispuesta a tirarlas todas por la borda a la mínima oportunidad-. ¡A la mierda! Ellos vienen del norte. Cuando tienen hambre. Son demonios –hizo una pausa, que aprovechó para dar unas caladas más a la pipa, y un par de tragos. Era evidente que desvariaba-. Y ahora ya no tienen comida. la hemos cazado toda. Y cada vez será pero. En los inviernos más fríos y duros se encontraban focas descuartizadas, incluso osos polares decapitados. A veces personas... Siempre nos respetaron si no nos metíamos en su territorio, pero ahora todo es diferente –un eructo. El vaso se escapó de su mano y rodó por la mesa. Rossojaev gruñó-. ¿Queréis?
Rustinov rechazó la botella. Vassili ni siquiera le contestó.
-Debería descansar un poco, señor. El doctor tiene razón.
-Cállese. No sabe de lo que está hablando -otro trago-. Eran sombras. Mataban de noche.
Se hizo de nuevo el silencio. El capitán, sin más, se tumbó en su camastro y cerró los ojos.
El joven teniente miró de nuevo al médico.
-Pobre, ha sido una jornada muy intensa. Para todos.
-Sí. Me preocupa. Es un buen hombre -respondió el médico.
Tras un breve silencio, el teniente volvió al tema.
-¿Los otros tres marineros murieron igual?
-Sí. Y no. Cada cuerpo tiene una particularidad que me ayuda reproducir la escena del “asalto” de una manera bastante fiable. Primero muere Moschi de la manera que les he comentado. Supongo que el ruido producido despierta a los demás –el doctor cogió sus notas-. Valeri Putianov. Marinero. Desgarro lacerado y profundo de derecha a izquierda en el tórax. Número de garras del zarpazo: cinco. Costillas astilladas, destrozadas y perforadas. Contusiones graves en la espalda. Omóplato derecho roto debido a un fuerte impacto. Creo que debido al garrazo salió despedido contra la pared, donde se hizo las contusiones y se rompió el omóplato. No tardó mucho en morir -el teniente le miraba totalmente alucinado-. Andrei Chekhov. Marinero. Cuello roto. Garras clavadas en frente, sienes y cuello. Su expresión era de un pánico alucinado que nunca antes había visto. La fuerza ejercida para romper el cuello del marinero tuvo que ser brutal... Este cadáver en particular descarta la opción del oso polar. El oso no utiliza sus brazos para asir una cabeza y girarla hasta romper el cuello de su víctima. Y por último, Sergei Lukhasenko. Zarpazos en ambos hombros como consecuencia de un intento de apresarle. ¿Para qué? Para facilitar al “agresor” el monstruoso mordisco con el que ha seccionado medio cuello y parte del tórax. He realizado mediciones. No hay marcas de incisivos. Solo colmillos. Su dentadura se compone de colmillos. Por tanto, debe ingerir la carne entera, sin masticar. El tamaño de las fauces no la puedo determinar con seguridad, pero no es la de un oso polar. Es sensiblemente mayor. No he encontrado los restos seccionados. El rictus de horror de la víctima es indescriptible. Jamás he visto nada igual.
El oficial Rustinov agachó la cabeza.
-Pero ¿...qué clase de bestia pudo hacer eso?
-Un demonio del mar -respondió Rossojaev, borracho, desde el camastro.

Rustinov había dispuesto todo para aquella noche. Ordenó a sus cuatro soldados que vigilaran por separado, en proa, popa, babor y estribor. Él mismo estaría en el puente de mando, pese a que apenas había dormido un par de horas al final de la tarde, antes de la reunión con el doctor y el capitán. Estaría acompañado por el Segundo de Abordo, Oleg Yachine, pues Rossojaev se encontraba indispuesto. A la mínima señal de algo, los infantes de marina debían disparar al aire para acudir todos al lugar en cuestión. La vida cotidiana en la tripulación del barco debería ser la misma, aunque suponía que pocos podrían dormir aquella noche. La luna, casi llena, se reflejaba tímidamente sobre la nieve ocasionalmente, cuando podía escaparse de los bancos de nubes. El único ruido de la noche llegaba desde las calderas del barco. La temperatura era infernalmente baja. Menos mal que iban todos bien equipados para este clima tan rudo.
Rustinov entró en el Puente de Mando.
-¿Café, teniente? –Oleg era sumamente amable.
-Sí, gracias –agradeció con una sincera sonrisa. Oleg era un marinero descomunal, quizás más de un metro noventa. Fornido y moreno. Una fea cicatriz surcaba su cara y partía su barba de días. -¿De dónde es usted?
La conversación empezó así y trascurrió durante un tiempo. Faltaban dos horas para el amanecer y Oleg y Rustinov hablaban ahora de León Tolstoi y su obra literaria desde un punto de vista filosófico y político. Ambos hombres salieron del Puente de Mando dialogando amenamente cuando, de pronto, Oleg enmudeció.
-¿Oye? El teniente prestó atención. No escuchaba nada.
-¿El qué? Todo es silencio.
-Justamente eso. No se oye nada. Ni siquiera las calderas. Deberían estar funcionando.
Fueron a la parte de atrás del Puente. El Voronezh no dejaba su típica estela producto de las poderosas hélices que removían el agua.
-Estamos parados. No nos movemos, Rustinov.
El joven oficial tragó saliva. De repente, un disparo. Un fogonazo de fusil. Un horrible grito de muerte. Frente a ellos, en popa. Rustinov saltó como un felino hacia allá, pistola en mano.
-¡Oleg, haga sonar la alarma!
Llegó casi al mismo tiempo que un soldado, armado con su fusil. Llamó al soldado de popa. No contestaba nadie. Varios marineros llegaron en tropel, poniéndose aquellos pesados anoraks. Entre ellos estaba Kayev.
-Mire –señalaba un fusil, partido, tirado en cubierta de popa-. Cojan palos, armas, lo que sea, y síganme –el teniente se dirigió hacia la sala de máquinas, donde estaban las calderas que daban impulso al barco. Restos de miembros humanos aparecieron por los estrechos pasillos, como un macabro sendero. Manos, antebrazos, chorreones de sangre, y otros restos indescriptibles les guiaron hasta una dantesca sala de máquinas . Varios cuerpos se hallaban totalmente descuartizados y troceados. Rustinov se mareó y vomitó, sin poder soportar el olor de aquella matanza.

Tarde. Día 3
Todo lo que quedaba de la tripulación se hallaba en el comedor del Voronezh. Dicha sala era la mayor del barco; disponía de tres mesas largas, orientadas ahora para que todo el mundo pudiera observar al médico, de pie, frente a ellos. Vassili y Rustinov habían discutido sobre la necesidad de informar a la tripulación de lo que sabían. El temor a un motín superó al temor de provocar el pánico en aquellos atemorizados hombres. Decidieron que si todos sabían lo mismo tendrían más posibilidades. Así que los reunieron en el comedor. Allí estaba la tripulación, vociferando y gritando enajenadamente. Los marineros, nerviosos, enmudecieron de su algarabía a un gesto de Vassili.
-Bien. El teniente Rustinov y yo hemos decidido que nos reunamos todos para enfrentarnos a lo que sea que nos está atacando.
-¿Qué clase de criatura es eso? –preguntó un marinero.
-Bien, vayamos por partes. No quiero asustaros, solo concienciaros de que nos enfrentamos a algo que no conocemos, pero que es letal.
-¿Y el capitán? –gritó otro.
-El capitán está... indispuesto –miró de soslayo a Rustinov.
Rossojaev parecía haber sucumbido a la locura al enterarse de lo sucedido. Se había encerrado en su camarote gritando que mataría a todo aquél que entrase. Habían oído el ruido de una pistola automática al cargarse tras la puerta.
-Estamos varados. No funcionan las máquinas. Anoche, esa cosa se entretuvo en destrozar todos los aparejos de navegación. No podemos repararlo aquí.
Un murmullo recorrió la sala.
-Pero estamos enviando SOS cada 15 minutos. No creo que tarden demasiado en venir a rescatarnos.
-¡Pueden pasar días! –gritó Kayev.
-¡Pues aguantaremos días! ¡Tenemos armas! ¡Varios fusiles! –Rustinov no pudo contenerse.
-¿Cuántos soldados le quedan, teniente? –acusó Kayev. Dos. Habían desaparecido dos. No había encontrado sus cuerpos. Sólo un fusil roto y sangre. El joven militar calló.
-Calma, calma. –intervino el doctor-. La situación es complicada, pero no crítica. Nos han pillado por sorpresa, pero ahora estamos preparados. Sin contar al capitán, somos veintisiete, más el teniente y dos soldados. Esa criatura volverá a atacar, pero ahora le estaremos esperando.
-¡Sí! –vociferaron algunos marineros.
Rustinov intentó recuperar algo de crédito proponiendo la estrategia.
-Descansaremos de día por turnos y vigilaremos de noche. Propongo cuatro grupos numerosos, uno en cada parte del barco. Cada grupo tendrá unos siete u ocho hombres armados. No tenemos focos potentes, pero los encenderemos todos. Además, esta noche debería ser luna llena. Si hay suerte y tenemos un cielo despejado, todo aquello que se acerque al barco lo tendremos que ver por fuerza.
-¡No podrán con nosotros! –la muchedumbre estaba enfebrecidamente alterada. Doctor y oficial se miraron, más tranquilos. Habían evitado hablar del tamaño de una pisada en la sangre del suelo bien nítida. El ser era bípedo, con garras. Y por el tamaño de la huella debía mediar entre dos metros y medio y tres metros de altura, con un peso entre doscientos cincuenta y trescientos kilos. La imaginación era peligrosa en aquellos momentos. Al menos habían conseguido cohesionar y unir al grupo.
Ahora todo quedaba en manos de D... perdón, de Lenin.

Noche. Día 3
Tenemos armas, tenemos armas. Maldito soldadito engreído. En su grupo habían dos fusiles para ocho hombres. Pero es igual, porque él llevaba su querida tubería de hierro oxidada. Kayev no tenía miedo. De hecho tenía verdaderas ganas de cazar a aquella bestia. Se imaginaba en las portadas del Izvestia o del Pravda. Héroe de la Patria, Kayev, el Cazador Heroico. Sonaba bien. La noche era absolutamente despejada. Ni una nube. Una maravillosa luna llena que proporcionaba una gran visibilidad. A pesar de ello, llevaban pesadas linternas, y los focos del barco barrían el perímetro del navío.
Entonces sucedió. Más pronto de lo que pensaba.
Una enorme sombra se apoyó en la barandilla de popa y saltó a cubierta, quedando a la vista de aquel grupo de hombres. Algunos profirieron alaridos infrahumanos, otros se quedaron paralizados de terror. Dos salieron corriendo, despavoridos. Se oyeron gritos; el resto de tripulantes venían a ayudarles.
Lo que ocurrió a partir de entonces fue confuso, demasiado rápido. Un enorme ser, de más de dos metros y medio avanzó erguido sobre sus cuartos traseros hacia ellos. Era una enorme masa de músculos, cubierto por una espesa mata de pelo. Sus extremidades acababan en garras poderosas. Su cabeza era un híbrido entre lobo, oso y humano, con unas fauces enormes, pobladas de colmillos blanquísimos y una lengua roja como la sangre que estaba acostumbrada a paladear. Los ojos eran asimismo rojos, llenos de rabia, odio y crueldad, casi humanos. Las orejas de lobo, erizadas en punta. Entre sus cuartos traseros, poderosos, se adivinaba una larga cola. En un instante llegó hasta ellos. Con un golpe de antebrazo sesgó el cuello de un hombre. Otro le disparó. El impacto solo pareció irritarle, y de un zarpazo le arrancó la cabeza del tronco, al tiempo que se giraba como un rayo, mordiendo la cara de otro, arrancándosela de cuajo. Kayev se arrastró hacia su costado, intentando flanquearle. No fue difícil. La criatura se centraba en abrir la caja torácica de otro infeliz. Kayev le propinó un tremendo “tuberazo” en el tendón trasero de la rodilla. La bestia aulló de dolor y dobló la pierna. Girándose asestó un manotazo a Kayev, quien salió despedido contra la barandilla, recibiendo un tremendo impacto. Intentó incorporarse pero no podía. Debía tener algo roto. Como mínimo estaba bastante aturdido. La maléfica criatura había triturado la cabeza de otro marinero y se giró hacia Kayev para rematarle. Una multitud de disparos, acompañados de fogonazos que iluminaron más la escena, impactaron en la bestia, que se retorció de dolor, aullando. Aquel ser se giró de cara a los marineros y soldados que acababan de llegar. Allí estaban Vassili y el engreído soldadito. Valor no se le podía negar. Literalmente, lo estaban acribillando. Le lanzaban cuchillos y objetos contundentes, entre chillidos de locura arcana. La bestia se abalanzó hacia ellos. Descuartizó a un joven marinero. Hincó una rodilla. Trituró el brazo de un infante de marina. Cayó. Entre gritos de victoria y triunfo le continuaron disparando y le clavaron cuchillos y otros objetos cortantes. Los hombres jadeaban, agotados y asustados. Kayev intentó incorporarse, sin éxito. El dolor le atenazaba cruelmente toda la espalda. De repente, oyó un ruido unos metros más allá, en la barandilla.
Otro ser accedió a cubierta. Y otro. Miró hacia el exterior. Bajo la luz de la luna, sobre el blanco manto de hielo pudo ver cómo decenas de sombras negras avanzaban hacia el Voronezh, subiendo por el casco utilizando sus garras. Cerró los ojos con fuerza, y perdió la consciencia.

Mediodía. Día 4
El sol bañaba el interior de la sala de Mmndos con sus cálidos rayos. En el puente había un telégrafo y en ese momento se recibía un mensaje.

Aquí el Vladivostok. Aquí el Vladivostok. SOS recibido. SOS recibido. ¿Nos reciben ustedes? Aquí el Vladivostok. Nos dirigimos a su ubicación. Nos dirigimos. ¿Nos reciben? Tres días. Tres días. Aquí el Vladivostok...

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